domingo, 19 de junio de 2011

Realmente padre

Dicen por allí que: “Padre no es solo el que engendra, sino el que cría y educa”. Yo más bien pienso que aquel que engendra, no es padre.
Un individuo se convierte en padre cuando asume que, el nuevo ser que se formó por la unión de su célula con su símil en femenino, necesita de su protección, de su amor y de una mano que lo guíe por la vida. Cuando deja de pensar qué él es el centro del universo, y descubre que aquél a quien llamará hijo y aprenderá a amar en el camino, será su nuevo universo. 
Debe producirse una transformación importante, dar cabida a una entrega desinteresada, debe aparecer un desprendimiento auténtico, y un compromiso honesto, antes de que pueda ostentar tan grande título. Cuando este cambio se produzca, además de convertirse en padre, lo más importante es que de una vez por todas, este individuo se convertirá en Hombre. En uno de verdad.
Ya quedan muy pocos, yo conozco sólo algunos, y tengo la suerte de que el mío lo sea en todo el sentido de la palabra.

Mi papá siempre fue un soñador, todavía lo es. Sensible, y romántico como pocos, de aquellos que cada vez se ven menos, fue el primero en escribirme una carta, y por supuesto, él fue el primer destinatario de las mías.

Cuando tenía dos años, mi papá trabajaba en Lima, mientras en casa nos quedábamos mamá y yo. Mis padres tenían una comunicación muy profusa y se escribían todos los días, de manera que las cartas llegaban todos las mañanas y debe haberme parecido normal ver a mi mamá leyéndolas y respondiéndolas.
Aún guardo celosamente fragmentos de esas cartas, especialmente las partes dedicadas a mí. Muchas veces eran poesías que mamá me leía, otras veces frases muy sentidas y cargadas de cariño.

Cuando las vuelvo a leer no puedo evitar imaginar a mi papá escribiéndolas, aún muy joven, e imagino la opresión por la lejanía entre nosotros. Lo quiero más, cada vez que encuentro nuevamente esas cartas entre él y yo, y corro a abrazarlo sin explicaciones.

Muchas veces no es necesario decir nada, otras veces sí. Yo sé que aunque ya estoy muy grande para recibir los mimos de antaño, aún sigo siendo su pequeña, y así me siento frente a esos papeles desgastados y cargados de cariño. Este domingo le diré que lo quiero, como hace mucho no se lo expreso. Y no por haber caído en las garras de la ingratitud ni el desamor, sino más bien en las del conformismo de quien se siente segura en los brazos del muchacho atolondrado de veinticuatro años que se convirtió en mi padre y que ahora habiendo pasado los sesenta todavía me dice “su hijita”, “su muñeca”.

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