El sol ya no era amarillo, se estaba tornando
naranja, un naranja lene y tranquilizador. Hacía rato que los bañistas habían
regresado a la ciudad y sobre la playa no quedábamos más que algunos moradores.
Era mejor así, más tranquilo, con menos bullicio. Necesitaba y añoraba siempre
esa soledad, ese espacio que llegaba después de un día ruidoso y lleno de
algarabía. Lo esperaba con ansias, pero sin prisas, mientras en contacto con mi
piel, la arena iba enfriándose y tornándose cada vez más acogedora. Me levanté
sin embargo, luego de un buen rato observando el mar y el espectáculo de la
gran esfera rojiza despidiéndose de otro día, y decidí caminar. Entonces te vi.
Hubiera deseado no hacerlo, pero esa tarde al filo de la playa, un grupo de
gente te sacaba a tierra firme. Venías
flotando inocentemente, simulando ser algún resto lejano que el mar devolvía,
pero te devolvía a ti, sin luz, resplandecientemente frío, mortuoriamente ido. ¿Quién
serías allí tendido, sin fortalezas ya, rozando la espuma fina del mar de mi niñez?
Te dejaron apenas, soltando tus brazos entumecidos y te tendieron boca abajo sin
saber bien qué hacer. Traías la rémora y las algas aún enredadas en tu piel
lustrosa y el cansancio de quien se dejó ir, de quien se abandonó.
Con seguridad alguien te
lloraría, como tú mismo debiste llorar viéndote así, desangelado, pasivo y silente, lamentando no poder levantarte,
sacudirte y seguir tu camino, espantar a la gente, que qué estaban mirando, que
se fueran de allí. Te sentí junto a mí y me dijiste, ¿Me fui, verdad? Y yo
solo asentí en silencio, sin mirarte, escuchándote gimotear. Nos quedamos así
un rato eterno, los dos, uno junto al otro, mientras el frio se apoderaba de mí
y se colaba entre mis huesos, mientras los demás decidían que hacer con tu
cuerpo, mientras tú te despedías en silencio. Hasta aquí, escuché que decías,
hasta aquí, y te fuiste. Lo supe porque un remolino de arena se formó junto a
mí y levantándose unos metros se alejó sin aspavientos, mientras volabas
abrazando al sol.
Los más curiosos se
acercaron a ver tu rostro, yo no quise. Fue suficiente el espectáculo de tus
músculos rígidos y tus cabellos apagados para comprender que, sin necesidad de
conocer quién eras, te recordaría por siempre, como lo hago ahora, y que ese
recuerdo de una tarde cualquiera, me dejaría en la conciencia la certeza plena
de la fragilidad del ser, de lo constantemente cerca que estamos de partir, de
nuestra pequeñez y de lo
maravillosamente afortunados que somos los que todavía estamos aquí.