domingo, 4 de septiembre de 2011

Adiós en la playa


El sol  ya no era amarillo, se estaba tornando naranja, un naranja lene y tranquilizador. Hacía rato que los bañistas habían regresado a la ciudad y sobre la playa no quedábamos más que algunos moradores. Era mejor así, más tranquilo, con menos bullicio. Necesitaba y añoraba siempre esa soledad, ese espacio que llegaba después de un día ruidoso y lleno de algarabía. Lo esperaba con ansias, pero sin prisas, mientras en contacto con mi piel, la arena iba enfriándose y tornándose cada vez más acogedora. Me levanté sin embargo, luego de un buen rato observando el mar y el espectáculo de la gran esfera rojiza despidiéndose de otro día, y decidí caminar. Entonces te vi. Hubiera deseado no hacerlo, pero esa tarde al filo de la playa, un grupo de gente  te sacaba a tierra firme. Venías flotando inocentemente, simulando ser algún resto lejano que el mar devolvía, pero te devolvía a ti, sin luz, resplandecientemente frío, mortuoriamente ido. ¿Quién serías allí tendido, sin fortalezas ya, rozando la espuma fina del mar de mi niñez? Te dejaron apenas, soltando tus brazos entumecidos y te tendieron boca abajo sin saber bien qué hacer. Traías la rémora y las algas aún enredadas en tu piel lustrosa y el cansancio de quien se dejó ir, de quien se abandonó.
Con seguridad alguien te lloraría, como tú mismo debiste llorar viéndote así, desangelado, pasivo y  silente, lamentando no poder levantarte, sacudirte y seguir tu camino, espantar a la gente, que qué estaban mirando, que se fueran de allí. Te sentí junto a mí y me dijiste, ¿Me fui, verdad? Y yo solo asentí en silencio, sin mirarte, escuchándote gimotear. Nos quedamos así un rato eterno, los dos, uno junto al otro, mientras el frio se apoderaba de mí y se colaba entre mis huesos, mientras los demás decidían que hacer con tu cuerpo, mientras tú te despedías en silencio. Hasta aquí, escuché que decías, hasta aquí, y te fuiste. Lo supe porque un remolino de arena se formó junto a mí y levantándose unos metros se alejó sin aspavientos, mientras volabas abrazando al sol.
Los más curiosos se acercaron a ver tu rostro, yo no quise. Fue suficiente el espectáculo de tus músculos rígidos y tus cabellos apagados para comprender que, sin necesidad de conocer quién eras, te recordaría por siempre, como lo hago ahora, y que ese recuerdo de una tarde cualquiera, me dejaría en la conciencia la certeza plena de la fragilidad del ser, de lo constantemente cerca que estamos de partir, de nuestra pequeñez  y de lo maravillosamente afortunados que somos los que todavía estamos aquí.