martes, 14 de junio de 2011

Manfred

Tenía doce años cuando empecé a escribirle a Manfred, edad en que,  coincidentemente ocurrieron dos sucesos importantes en mi vida y que juntos, despertaron aún más en mí el deseo de volcar en un papel mis vivencias.  Yo entraba a la adolescencia, etapa que por demás ya es difícil. Es el tiempo en que nos sentimos eufóricos de alegría en un momento y después tristes sin saber por qué. El mundo es hermoso y pleno, sólo para nosotros,  nos sentimos libres de ir y venir por donde queramos, la vida es bella, y al rato, todo nos parece oscuro  y sin salida. La risa, brota tan rápidamente como el llanto y no existe quién pueda entender la maraña de cosas que quieren salir de nuestro pecho, ni siquiera nosotros mismos. A esa edad yo era una pequeña insegura, una extraña dentro de mi metro cincuenta y tantos de músculos y huesos, y  un alma desesperada por desmadejar lo sentimientos que pugnaban por salir de mi corazón. Aunándose a este irremediable estado, unos meses después de haber estrenado mis doce abriles, ingresé a estudiar a un colegio grande, católico, apostólico  y romano. Yo había terminado la primaria en un colegio pequeño, con poco alumnado, digamos de diez a quince niños aproximadamente por aula, no lo recuerdo bien. Allí formé un grupo entrañable  de amigas y amigos, a quienes dejé de ver por muchos años, pero que después la vida se encargó de devolverme, por fortuna. El colegio donde llevé los cinco años de secundaria, se me presentó como un gran monstruo de galerías y escaleras el primer día de clases,  en el cual me perdí  y no hubiera podido encontrar la salida si no es por la intervención de otra buena amiga mía, que a la fecha continúo tratando. Ella fue el primer rostro amable que, de la mano, me dio la seguridad para formar en el patio principal y mezclarme entre todas esas niñas desconocidas, a las que después llamaría amigas. Fue entonces que inventé a Manfred. Yo había leído un libro acerca de un niño francés, que después se entera que es alemán, rescatado por su padre adoptivo, que fue soldado en la guerra y lo encontró en un campamento, abandonado siendo bebé. El nombre, me parecía fuera de lo común y decidí bautizar así a mi diario de confidencias. Manfred entonces se convirtió en el depositario de todo lo que me ocurría. Primero, las cosas del colegio, después me sentí más en confianza como para desahogar mi corazón y contarle cosas que me ocurrían más allá de las paredes de las aulas. Debo decir que fue muy liberador. Siempre he encontrado un buen refugio en las letras. No sé cómo explicarlo, pero tienen un poder sedante y tranquilizador para mí. Me libero de mis temores y dejo en el papel todas mis frustraciones. Es como, si salieran de mí, y ya no me poseyeran más.  Manfred me ayudó mucho en aquellos años, de incertidumbre y sufrimientos, que ahora, volviendo a leer, me parecen tontos y sin sentido, pero que entonces eran de vital importancia. Con él reí, lloré, le conté de mis amores platónicos, de mis antipatías, mis odios, mis sueños, mis miedos y mis alegrías. Aún ahora conservo todos los cuadernos que le dediqué a ese amigo silencioso que aguantó todo lo que tenía que decirle, sin interrumpirme nunca. Fueron varios. Empecé con uno, sin imaginar que no pararía sino muchos años después, cuando la vida con sus avatares, trastabillones y caídas, me fue enseñando a conocer, a esa mujer  escondida que iba creciendo en mí y me fue regalando amigos reales. Entonces, lentamente y sin que lo notara, me alejé de él. Me llena de ternura y de nostalgia volver a leerme niña y confieso que al llegar a ciertos pasajes, no he podido evitar derramar lágrimas como entonces, recordándome acodada en mi cama, escribiendo esas líneas. Después de todo, puedo decir que lo logré. Sobreviví a esa etapa y lo hice bien, al menos eso es lo que creo y si tengo que ser honesta,  debo adjudicarlo al hecho de contar con ese escape fabuloso que combinó dos aspectos muy importantes y cruciales: mi pasión por las letras y el conocimiento paulatino de mí misma a través de este amigo imaginario, porque, si lo pienso bien, después de todo, Manfred no era otro que yo misma, escuchando a mi corazón.

*La imagen, corresponde a la portada del libro que leí en aquel entonces, y sí, ese es Manfred.

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